La manera más práctica y sencilla de concebir y medir el tiempo es entendiéndolo de manera lineal. Sin embargo, cuando varía el punto de vista, cuando la situación cambia y cuando entran en juego las expectativas, el tiempo ofrece otras perspectivas. Nuestro estado de ánimo, la música, las prisas, cualquier cosa puede modificar nuestra percepción del tiempo. No sólo hay tantas percepciones del tiempo como personas, sino que también cada uno de nosotros percibe el transcurrir de los años, los meses, las semanas, las horas y los minutos según nuestra circunstancia puntual, que además varía constantemente.
El otro día ví una película que me hizo reflexionar sobre el tiempo. La Grande Bellezza de Paolo Sorrentino, película que ganó el Óscar a la mejor película extranjera en 2014, es una película ambiciosa desde la primera toma. La cámara fluye, como un fantasma que flota por el aire.
De muchas maneras es una versión contemporánea de La Dolce Vita de Fellini, a la que hace muchos guiños. Sin embargo, aunque más sofisticada, debajo de una piel de glamour es bastante más oscura. Como aquella, retrata una Roma a la vez eterna y etérea. Una ciudad que es al mismo tiempo pesada -como los gigantescos bloques de mármol de sus esculturas y edificios- y ligera, representado esto por una interminable sucesión de fiestas pobladas de personajes frívolos y vacíos. Toni Servillo interpreta a Jeb Gambardella, un escritor cuyo único libro de éxito fue una novela que escribió en su juventud. Desde entonces -y muy a su pesar- vive de las crónicas y críticas teatrales que hace a regañadientes para una revista. Con 65 años recién cumplidos, Gambarella es un hombre estoico que parece atrapado en un mundo melancólico y decadente. Acude a toda celebración y acto al que le invitan, conoce a todo el mundo y sin embargo no parece nunca disfrutar demasiado, porque nunca está realmente allí.
El otro día, caminando de noche por la calle, pasé junto a un carrusel enorme con caballitos, que aunque ya a esas horas no daba vueltas seguía iluminado. Volví a pensar en la película. En inglés, la frase “spinning the wheel” es equivalente a perder el tiempo. Cuando un vehículo queda atrapado en el lodo, las ruedas giran pero no le llevan a ningún lado, un poco como el carrusel. Se utiliza para describir una situación en la que uno está esforzándose mucho sin que verdaderamente ocurra nada. A menudo la vida se percibe así, hay momentos en los que la cantidad de energía que uno está dedicando a algo no está rindiendo en absoluto y uno se siente como un burro girando alrededor de un molino, como un perro atado a un poste o más patético aún, un hamster corriendo sin descanso en el mismo sitio y sin llegar a ninguna parte.
En La Grande Bellezza, a pesar de que Gambardella parece estar haciendo muchas cosas, estas flotan en una especie de enorme vacío espiritual y emocional. Realmente no pasa nada. Como cuando miramos fascinados un espejo roto, nos llama la atención el efecto de ver en un mismo plano muchos reflejos diferentes, pero la confusión se vuelve insoportable. Esta verdad fragmentada, de momentos singulares y hermosos sin una continuidad lógica, es -para mí al menos- lo más interesante de la película. Gambarella se encuentra angustiosamente inmerso en una realidad deconstruída. Las imágenes se suceden con la intensidad, magia y desorden de los sueños. Su existencia inmovilizada por la irrespirable pesadez de lo mundano.
Y sin embargo, el tiempo sí que pasa para Gambarella, y sí que le pesa. Se convierte en un espacio mental, abstracto y espeso. La película es un elegante ejercicio estilístico que fabrica un collage de vivencias: las noches llenas de ingenio y diversión, los días cargados de pesadas y profundas reflexiones existenciales. Entre fiesta y fiesta, entre conquista y conquista, Gambarella observa, estoico y con extraño desapego, como amigos suyos mueren o van desapareciendo de su vida. El inexorable discurrir del tiempo.
Lo que La Grande Belleza me hizo apreciar especialmente es que aunque podamos preferir una narrativa lineal -en una película o en nuestra vida-, nuestro cerebro al final acaba registrando nuestra experiencia vital sin ningún tipo de orden. Ese album será una historia hecha como con retales. Nos da cierta tranquilidad intentar imponer orden y estructura, pero realmente nuestra naturaleza tiende siempre hacia el caos.
Gran parte de lo que hacemos en nuestra vida es poco productivo, poco gratificante y poco interesante. En el prólogo a su libro Momentos Estelares de la Humanidad, Stefan Zweig habla de que es necesario que nazcan millones de personas para que nazca un sólo genio, y de que hacen falta millones de horas inútiles antes de que se produzca un momento estelar de la historia.
La Grande Belleza me hizo comprender esto mejor que otras películas. Al final, nuestro tiempo es muy limitado y con los años parece que aprende a correr más rápido. Lo normal -lo que siempre ha sido normal- es que la mayor parte de ese tiempo sea empleado en cosas triviales, de una gran mediocridad. Pero ser conscientes de ello quizás no estimule a intentar hacer que cada momento sea un poco más estético e inolvidable, cada conversación más profunda, cada pregunta más precisa, cada palabra más evocadora, cada mirada más pícara, cada gesto más cargado de significado, cada acción más extraordinaria. Porque nuestros momentos efímeros serán mucho más relevantes en ese “montaje final” que aquellas largas horas (o semanas, o meses, o años) consumidos en hacer cosas odiosas y aburridas que no queríamos hacer, que hicimos por necesidad, inercia o por pragmatismo. Debemos buscar desesperadamente la belleza en cada suspiro, porque al final, en algún momento del futuro, todo será melancolía, pero por lo menos que tenga cuantos más momentos mágicos y estelares, mejor.
Send this to a friend