Según la Organización Mundial de la Salud, una de cuatro personas sufre o sufrirá algún tipo de desorden mental o neurológico en algún momento de su vida. Ser “loco”, por tanto, no es algo tan raro, sino bastante habitual. La locura está en todas partes y se puede manifestar de muchas maneras.
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Mi primer encuentro con “El Hombre Que Confundió A Su Mujer Con Un Sombrero” fue en la biblioteca de mi abuelo, yo no habría ni empezado la universidad. Recuerdo que esa primera vez el libro del neurólogo británico Oliver Sacks me impactó mucho, aunque realmente me era difícil creer que todos esos casos de condiciones mentales eran reales. Muchos años después me compré el libro y lo volví a leer, por lo menos dos veces más. Sus libros relatan universos inquietantes, poblados por personas que de manera estoica y heroica soportan la pesadilla de vivir.
El último libro que compré del profesor Sacks lo estoy volviendo a leer por segunda vez ahora. Se llama “Musicophilia” y explora la interacción -aveces terapéutica, aveces cruel- entre la música y el cerebro humano. En el libro, Oliver Sacks analiza casos sorprendentes del efecto que tiene la música en personas con Parkinson, demencia, encefalitis o con daños al lóbulo temporal.
El caso del síndrome de Tourette es especialmente interesante. Para los músicos que sufren este trastorno, que se caracteriza sobre todo por un exceso de tics involuntarios, la música es realmente una forma de terapia que les permite dominar, aunque sea temporalmente, el infierno de sus reflejos automáticos. Muchos interpretes de jazz o de música clásica que sufren este síndrome tocan durante horas, no tanto por el placer musical, sino para experimentar lo que para nosotros es normal, porque cuando tocan no tienen tics. El libro relata también fascinantes casos de alucinaciones musicales.
Como en otros libros de Oliver Sacks, en este desfilan uno tras otro los casos más singulares que le tocó tratar en su dilatada carrera. Hay condiciones que producen auténticos mundos paralelos en el cerebro, algunos de ellos terroríficos. Muchos de estos pacientes sufren alienación y estigma social, angustia o paranoia permanente, incapacidad o discapacidad, frustración y desasosiego.
Un informe de la Organización Mundial de la Salud hace unos años decía que una de cuatro personas en el mundo sufrirá desórdenes mentales o neurológicos en algún momento. Siempre que voy a cenar con amigos y somos 4 o más, pienso en esto. Me viene a la mente la imagen de una ruleta girando sobre la mesa. Conozco a varias personas que parecen que están enfadadas con el mundo, cuando les escucho me pregunto si no tendrán ya el germen de alguna condición. También me pregunto qué tipo de desorden me tocará en la lotería a mí y cuando.
Como estamos poco acostumbrados a analizar y en cambio muy acostumbrados a objetivizar personas y situaciones, cuando vemos a alguien gritando en un atasco de tráfico o a alguien abusando verbalmente de una persona mayor, lo primero que deducimos es que la persona está simplemente siendo desagradable o maleducada. Pero cada vez más creo que en muchos casos estamos delante de alguien que puede tener algún tipo de desorden mental que no ha sido aún diagnosticado.
El gran chef Anthony Bourdain, al que he estado siguiendo hasta hace unos días, porque me encantaba su serie “Parts Unkown” en CNN, fue encontrado muerto esta semana, ahorcado con el cinturón de su albornoz en el cuarto de baño del hotel donde se hospedaba en Francia. Aparentemente un suicidio. Se encontraba allí rodando un nuevo episodio de su serie. El fin de semana pasado fue la última vez que le ví en una entrevista. Nada en su comportamiento o manera de actuar parecía indicar que algo le turbaba, pero sus monstruos estarían rondándole. Aunque la vida le parecía sonreir, Bourdain había abusado en el pasado de todo lo imaginable, del tabaco, del alcohol, de la cocaína, de la heroína. Al final, sin embargo, lo que realmente te mata no son las drogas -que son sólo el medio- sino esos monstruos interiores. Una terapia de desintoxicación puede salvarte de lo primero, quizás no de lo segundo. Y parece que no importa lo exitoso que seas, que estés rodeado de gente que te aprecia o la ilusión con la que hagas tus cosas, los demonios del cerebro pueden salir en cualquier momento del armario.
Por eso hay que ser amable con todos siempre, porque hasta la persona que nos parece más equilibrada va arrastrando sus monstruos. Hasta el que parece más estable puede que esté a un paso del abismo.
En psicología hay algo que se llama “contagio social”, que se entiende como ideas, actitudes o patrones de comportamiento que se pueden propagar rápidamente y sin control en una comunidad. El comportamiento de rebaño puede llegar a ser muy peligroso, porque puede ocurrir que personas “normales” empiecen a comportarse de maneras que son contrarias a como se comportarían en circunstancias donde no existe esa presión del entorno. Un caso de “contagio social” que causó alarma en el siglo XVIII fue la ola de suicidios que se extendió por toda Europa, cuando muchas personas decidieron quitarse la vida de la misma manera que el protagonista de la novela de Goethe, “Las Penas Del Joven Werther”, incluso vistiendo el mismo tipo de ropa. Al menos 40 personas se suicidaron en diferentes ciudades, volándose los sesos de un disparo, mientras sonaban las campanas de la iglesia a medianoche. El “efecto Werther”, como se llamó al fenómeno, provocó que las autoridades de Dinamarca e Italia prohibieran el libro. En Leipzig incluso se llegó a prohibir vestirse como el personaje Werther. Si esto ocurría en el siglo XVIII, da miedo pensar un “efecto Werther”, pero con las redes sociales como canal.
Algunos días, si no tengo demasiada prisa, busco miradas por la calle. Tengo una especial fascinación por los ojos. Contemplo las miradas de las señoras en el autobús, del guardia de seguridad cuando entro a un edificio, los ojos del taxista en el espejo retrovisor. Si miramos atentamente a los ojos, de inmediato empezaremos a sentir una conexión especial. Veremos en algunos ojos incertidumbre o pasión, en otros veremos preocupación o cansancio. Veremos la mirada nerviosa de una chica que llega tarde al trabajo. El hartazgo a la hora de volver a casa de un camarero. Sentiremos la intensa energía y curiosidad en la mirada pura y luminosa de los niños. Algunos ojos nos transmitirán fragilidad e incluso miedo.
Un día estaba sentado en un banco en la calle, mirando a la gente pasar. Estaba delante de un edificio con soportales y no me había dado cuenta de que en las sombras había un hombre de pie, inmóvil, sucio y andrajoso, vestido sólo con una camisa. Cuando logré enfocar, ví que tenía la mirada clavada en mí. Me recordó a la mirada de Nietzche, cuando ya había sucumbido a la locura. No sé cuanto tiempo llevaba así el hombre, pero recuerdo que un escalofrío helado me recorrió toda la espalda. Me pareció haberme asomado por una ventana a un precipicio oscuro. Sentí vértigo y miedo a lo desconocido, un vacío existencial. Sentí que alguien me miraba desde el más allá, que yo mismo me había visto desde el interior de una estatua.
Sólo aguanté unos segundos esa mirada, que abrasaba. Me levanté, mirando el suelo y me fuí de allí.
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